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Chiapas: patrimonio natural y cultural

Roberto
Tuxtla, San Cristóbal de las Casas, Cañón del Sumidero, Palenque...
Chiapas, México
Fotos de: Roberto

En el aeropuerto Benito Juárez, en el DF, nos encontramos con Juan para embarcarnos finalmente rumbo al sur. Solo faltaba mi pasaporte, que llegó más tarde después de contactar de nuevo con el hotel y que el recepcionista lo encontrara debajo de la cama y me lo enviara en el mismo taxi a precio de persona. Cosas que solo me pueden pasar a mí, pensé todavía en tensión, pero cualquier tensión posible estaba a punto de desaparecer. Mil kilómetros al sureste está el aeropuerto de Tuxtla Gutiérrez, estado de Chiapas, donde dos días antes había aterrizado también procedente del DF el primer vuelo latinoamericano con biocombustible. A la salida del aeropuerto, una máquina de selección aleatoria decide cuál de las tres compañías de taxi nos llevará al Cañón del Sumidero, con maletas y todo porque no tenemos mucho tiempo para tantos planes. El Cañón del Sumidero es una falla con paredes de más de mil metros de alto sobre el nivel del río Grijalva (zona de grandes centrales hidroeléctricas) por el que navegamos con la misma sensación de pequeñez que tuve en el paseo de la Reforma unas horas antes, a los pies de los acantilados más impresionantes que he visto nunca. Nos acompañan garzas, cormoranes y cocodrilos. Es tal la importancia de este parque nacional que está representado en el escudo de Chiapas. El viaje incluye una visita a una zona recreativa con un pequeño zoológico y una alberca, o piscina, donde comemos antes de tomar la lancha de vuelta por la tarde, cuando los mosquitos empiezan a destrozar sin piedad las piernas de los turistas menos precavidos. De vuelta en el que fue nuestro puertito base, caminamos hasta la carretera y en medio de la nada conseguimos parar un microbús que por diez pesos nos lleva cómodamente, con el equipaje en el techo, hasta la ciudad de Tuxtla Gutiérrez. Allí esperaríamos hasta la medianoche para tomar nuestro siguiente camión (autobús) a Palenque, camión que haría las funciones de hostal esa noche. En Tuxtla, y en toda Chiapas, la tranquilidad y la simpatía de la gente y las ciudades no deja de sorprendernos. Cenamos en Las Pichanchas, uno de los restaurantes más famosos, y tal vez más bonitos, de la ciudad. Siento que mi estómago está bastante mejor y me atrevo con un tamal de contenido impronunciable al ritmo de danzas folclóricas y la gracia y los gritos de algunos camareros al recibir la orden de algún cliente que se anima a pedir la bebida de la casa: el pumpo, con piña y vodka y servida en una calabaza. No fuimos menos nosotros. Y para bajar la comida: baile en la plaza central. Los tuxtlecos, que el día anterior habían disfrutado de un concierto de Shakira, este sábado hacen de la plaza una de las plazas más felices del mundo con una genial verbena popular que tampoco nos quisimos perder. Es domingo y amanece en Palenque el que sería el día más caluroso y húmedo de todo mi viaje. Otra vez en uno de los cómodos microbuses llegamos a la salvaje selva en cuyo interior se esconde un minipueblo con muchas cabañas de alquiler. Sin nadie en los alrededores, pasamos un tiempo perdidos entre plantas gigantes hasta que al final damos con las cabañas de la amable Margarita, donde dormiríamos esa noche después de cenar en uno de los exóticos restaurantes con música en vivo y muchas limonadas y alguna que otra chela (cerveza). Pero eso sería después de un largo día en el parque nacional de Palenque, una alucinante ciudad maya Patrimonio de la Humanidad, o al menos la pequeña parte que está descubierta. Muchos niños se organizan jerárquicamente para vender colgantes y ofrecerse como guías en las ruinas, como Sergio, que con doce años nos habla del auge de esta ciudad entre los siglos VI y IX, de su extraño abandono e incluso de pruebas de datación por carbono 14. Al salir nos ofrecen unas paletas (polos de hielo) caseras y no puedo resistir las ganas de comprarme una, de sandía, la más barata y buena de toda mi vida (también hay que probar las de mango). Y un poco más tarde me haría con un coco en la visita a la cascada de Misol-Ha y comeríamos unas empanadas de varios sabores no muy lejos, en la reserva de la biosfera Cascadas de Agua Azul, un idílico lugar en el que pasamos la tarde bañándonos en el río y jugando con algunos niños que se comunican entre ellos en alguno de los muchos idiomas prehispánicos que aún sobreviven aquí. Al día siguiente dejamos Palenque y subimos casi 2000 metros hasta el pueblo mágico de San Cristóbal de las Casas, una preciosa ciudad adoquinada del siglo XVI que consigue atraer muchos turistas desde Cancún. Entre sus iglesias y casitas de colores las tradicionales señoras chiapanecas y sus hijos venden todo tipo de artesanía: ropas, bordados, colgantes de semillas pintadas, joyas de jade y ámbar y muchos dulces, también de colores. Tan solo pasear por sus calles y comer unos tacos en alguna terraza se hace inolvidable. Lo mismo por la noche, con muchos bares de cócteles y música latina.   Sin embargo, estando Chiapas entre los campeones en riqueza natural y cultural, resulta paradójico que sea uno de los estados más pobres económicamente, manteniendo todavía disputas territoriales, indígenas y altos índices de analfabetismo. Es la parte agria de la sensación agridulce que provoca abandonar Chiapas, un pueblo enérgico donde esperanza y realidad chocan con frecuencia. Pasamos una noche en San Cristóbal de las Casas antes de separarnos, Alejandra y Juan al norte y yo al sur, hacia Honduras, poniendo así fin a nuestros abultados diarios de motocicleta conjuntos. Viajando de nuevo en autobús, después de muchas horas asimilando y ya extrañando el México que empezaba a dejar atrás, en algún punto de una de esas carreteras salvajes cercanas a Guatemala, se hizo de noche.  

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