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Primeros pasos en América: de San Salvador a Guadalajara.

Roberto
De El Salvador a México, pasando por Guatemala, para aterrizar en la hermosa Guadalajara
El Salvador/ Guatemala/ Guadalajara, México
Fotos de: Roberto

Tras disfrutar de las vistas de las Bahamas, Cuba y Guatemala por fin pisé América en El Salvador. Eran las ocho de la tarde y nada más salir del aeropuerto me recibió un calor húmedo que nunca había sentido, todo era nuevo, todo empezaba a sorprenderme. En el hotel, por su parte, me recibiría un guardia con una escopeta tan brillante como sus dientes metálicos, dos cosas que no dejaría de ver durante todas mis vacaciones. Dejé mi maleta y cené unas pupusas con una Pilsener en la terraza mientras le saqué algo de conversación al guardia, que imagino agradeció, pues trabaja 24 horas seguidas (y otras 24 de descanso) y además estábamos en una zona de poca acción, la Zona Rosa, donde se concentran casi todos los hoteles. “¿Ve ese de allí? En ese se hospedó Barack Obama”, me dijo. Y es que El Salvador es un fiel amigo de EE.UU., a quien mira más que a muchos vecinos, algo que ya podía imaginar al cambiar euros por dólares. Pagué y me retiré a mi habitación a prueba de mosquitos, o zancudos, y antes de dormir puse un rato la televisión, donde casualmente el programa Españoles en Jalisco me recordaba mi próximo destino. Mi próximo destino,sí , pero después de muchos kilómetros de Carretera Panamericana con paisajes increíbles que me explicaba un arqueólogo que se sentaba a mi lado, una parada en la caótica Ciudad de Guatemala, vastas plantaciones de maíz y café, pueblos de otra época, infinitas iglesias con nombres peculiares, varios sellos de pasaporte, fronteras con lustradores de zapatos y cambiadores de dinero y una noche en el frío aeropuerto de Tapachula, Chiapas, muy cerca de la frontera con Guatemala y a orillas del océano Pacífico. Por fin México. Después de dos cafés a bordo, mi muy mexicana amiga Alejandra me esperaba en el aeropuerto Miguel Hidalgo y Costilla, líder de la independencia mexicana que cumple ya dos siglos y que da nombre al aeropuerto de Guadalajara, además de a muchas otras cosas aquí. Con Alejandra viajaría más tarde al DF y de allí a Chiapas, pero por ahora íbamos de camino a su casa en compañía de sus padres y su perro Mariachi, quienes me acogerían muy amablemente. Prueba de ello es que hoy había pozole para comer, una deliciosa sopa a base de granos de maíz, una comida tan trabajosa como apreciada, y tan picante como chile nos atreviésemos a echarle. Es difícil ir a Guadalajara y no pasear en calandria, un coche de caballos que recorre el centro y que se encuentra esperando turistas en alguna de las cuatro plazas que flanquean la catedral, una el doble de grande que las otras, formando una cruz a vista de pájaro. Tomamos una con Juan, quien se convertiría en nuestro acompañante en Chiapas. Desde la calandria el tiempo va más despacio y el paso de los caballos se convierte en nuestro ritmo. En una calle coincidimos con una de las limusinas que son alquiladas por muchachas que celebran su fiesta de los quince años, van con todas sus galas asomadas por el techo y rodeadas de chicos (a veces previo pago), son los llamados chambelanes, vestidos igual y combinando con ella para estar perfectos en el baile que han preparado para la noche, y yo tenía la suerte de tener una invitación para una de esas fiestas esa misma noche. Una fiesta de quince años se diferencia de una boda en que la ya mujer puede lucir cualquier color y el novio sobra. Las botellas de tequila son obligadas y las mesas y regalos bordean la pista en la que sonarán ritmos latinos al principio y menos hispanos después. Era el principio de unos días geniales. En Guadalajara también hay que visitar el teatro Degollado, donde conocí las diferentes danzas regionales, hacer escalas en cantinas (puro México), visitar el antiguo hospicio Cabañas, un centro cultural que alberga unas desconcertantes pinturas históricas de Clemente Orozco que cambian según nos movemos, pasar un rato en Tlaquepaque, donde me atreví a probar la torta ahogada (originalmente en chile), el macromercado de San Juan de Dios, que vende desde artículos de brujería a cualquier comida existente, pasando por animales, vírgenes de Guadalupe, agaves y aguas de todos los sabores (otra bebida estrella ineludible). Por si nos supiera a poco, en el tianguis semanal del barrio está la mejor verdura y fruta tropical. Y el domingo por la tarde lucha libre, todo un espectáculo en el que sinuosas mujeres presentan a las feroces estrellas ante el público más provocador, entre el que intentan inmiscuirse ávidos vendedores de comida y bebida, picante al gusto. Mi último día en Jalisco fue para Chapala, ciudad y lago, el más grande de México y colindante con Michoacán. El ajetreo de la ciudad se difumina nada más llegar a este lugar donde todo es paz, sin duda un buen lugar para retirarse, allí tuvimos comida familiar y tomamos unos helados (o nieves) de tequila y mamey (por ejemplo) en el malecón, con Mariachi muy feliz. En ese momento no fui consciente de ello pero posiblemente me encontraba en el mejor lugar para pasar la tarde antes de ponernos rumbo a la inabarcable Ciudad de México.

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