Otros viajeros

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En Lima nunca llueve

Luis Arenas
Luis Arenas nos habla de lo que le transmite la capital peruana
Lima, Perú
Fotos de: Luis Arenas
Cuando llegué por primera vez a Lima me prometí salir corriendo lo antes posible para no volver. Me pareció la ciudad más deprimente en la que jamás antes había estado. Constantemente gris, con una niebla espesa e impermeable y la amenaza constante de lluvia que nunca se cumple. El cielo de Lima es así nueves meses del año, imperturbable en su decisión de perro de hortelano: ni lluevo, ni dejo llover; ni soleo, ni dejo hacer sol. Pero es que en Lima nunca llueve de verdad…solo chispea o garúa, como dicen acá. Por eso que el cielo ha sustituido su azul por las tonalidades que van del blanco nuclear al gris más tamizado haciendo imposible la tarea de adivinar la hora del día si miras el cielo. Recuerdo el encuentro en Lima con un amigo director de cine quien realizó un cortometraje titulado “Lima no es Buenos Aires”. Durante varias semanas estuvo trabajando en su postproducción, coloreando fotograma a fotograma cada pedazo de cielo y así ofrecer un nuevo panorama de la capital peruana. Tengo la tarde libre y decido salir a pasear sin ganas de determinar rumbo alguno. En una ciudad de 9 millones de habitantes esta no es una tarea fácil, ya que los barrios se extienden más allá de la visión humana. Aquí especialmente, donde el mar por un lado y las montañas desérticas por el otro han obligado a dibujar una ciudad paralela a estas fronteras naturales, alargándose por kilómetros a través de la Panamericana, fagocitando nuevos barrios que antaño fueron pueblos pescadores independientes a la capital. Por eso cuando uno llega por carretera nunca sabe si ya ha llegado a Lima o no. No es hasta que uno ve la catedral al borde del río Rimac que adivina su destino. Ante este panorama, decidí ir a buscar el centro. Siempre hay que ir al centro cuando llegas como turista a una ciudad. En el bus un peruano me pregunta a dónde voy. Al centro le digo. Sus cejas se arquean, y con una lenta ceremonia se me acerca en voz baja y cabeza gacha a advertirme de los peligros del centro. Ahí sólo hay gente mala, que te quiere robar, tú tan gringuito, tú tan sólo, te robarán, ya verás, mejor no vayas, ten cuidado, alerta, estate alerta. Su semblante serio me atemoriza. Le digo que lo sé y me invento una historia para tranquilizarlo, con la que le demuestro mi hipotética experiencia con ladrones de ciudad. Sueno convincente y se despide de mí sin más. Tras un largo viaje, con millones de paradas improvisadas en cualquier esquina de la avenida, llego por fin al centro. Y lo primero que pienso es que me he debido de equivocar de centro porque no era el centro del que me hablaba hace un rato mi compañero de asiento del bus. Así que sigo caminando, quizás en busca de otro centro que sí se parezca al centro del que me hablaba. Aproveché para tomar unas fotografías del casco histórico característico del arte de la colonia, con plazas llenas de arcos y terrazas donde los empresarios cierran negocios con cervezas y piscos sours. Caminé por una calle llena de librerías de ejemplares usados y antiguos, y aproveché para comprarme un libro de Vargas Llosa, el noble Nobel del cual la nación ha olvidado sus viejas rencillas por su exilio. E incluso comí en un KFC peruano. Al oscurecer decidí irme del centro para volver al extrarradio donde se encuentra mi hotel, en el hermoso barrio de Barranco, uno de los más antiguos y mejor conservados de la capital. Caminando me encuentro con mi amigo el mago que convirtió el cielo de Lima en el de Buenos Aires y le cuento la historia del señor del autobús. Se ríe, y me pide que le acompañe a hacer unas fotografías de unas instalaciones artísticas que por unos días se reúnen en el centro. Bajo la idea de revertir el significado de los lugares más simbólicos, varios artistas de todo el mundo han tomado calles, fachadas y esculturas, transformando la rutina y paisaje de Lima. Me gustó especialmente la del Teatro Colón, el edificio más antiguo de la ciudad, que ha visto cubierta su fachada por un enorme anuncio que avisa de su próxima sustitución por un bloque de pisos de última generación, con grandes vistas de la ciudad y vigilancia las 25 horas del día. Una señorita atiende dudas y preguntas que van desde el estupor por la pérdida de tan emblemático edificio hasta el interés por adquirir uno de los apartamentos en venta. Tras unas cervezas en la plaza de San Martín, volvemos de nuevo a Barranco, a sentarnos en el Bar Juanito con un capitán, una bebida que mezcla pisco con vermú. El bar es de los más antiguos de la ciudad y congrega todas las noches a jóvenes bohemios con longevos parroquianos que se apuestan a puerta cerrada quién será el último en caer. La noche refresca y mi amigo se despide dando eses y cetas. Voy a la cercana playa de Barranco a perderme en el constante ir y venir del Océano Pacífico. La playa está desierta. Creo que también me advirtieron de no acercarme al mar una vez anocheciera. Pero hoy debo estar en mi día de suerte, pienso, y de pronto, del cielo, cae una gota…una, dos, tres, cuatro,…y contra todo pronóstico, llueve, llueve de verdad. Y sonrío, sonrío porque Lima nunca cumple con lo que se espera de ella, porque es una ciudad que esconde una sorpresa tras cada esquina, siempre y cuando uno esté dispuesto a descubrirlo. Ello conlleva sus riesgos, y seguramente el paseo afortunado que yo hice pudo haber terminado en tragedia. Pero a pesar de que el cielo no es el de Buenos Aires y de que la playa se aleja mucho del Caribe, Lima siempre me ha recibido bien. Desde entonces ya son cuatro veces las que he ido a visitar amigos y lugares. Y mientras paseo de vuelta al hotel, completamente empapado, veo a la gente esconderse bajo cualquier techo, corriendo a parar un taxi, o metiéndose rápidamente en sus casas. Pero, como dicen acá, en Lima nunca llueve, solo garúa.

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