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Los danzantes de Tlaxcala

Gabriela Mazzuchino
Gabriela Mazzuchino nos traslada a uno de los carnavales más pintorescos de México
Tlaxcala, México
Fotos de: Gabriela Mazzuchino
Los hombres giran sobre los talones, como si el eje de la tierra estuviera ahí mismo, pero sin perder de vista a las mujeres, que con una mano se cubren el rostro con timidez o coquetería, cómo saberlo, o quizás se protegen del sol, para analizar mejor a sus pretendientes. Ellos llevan la misma máscara con bigote y sonrisa enigmática, y así, sin querer o queriendo, se convierten en un mismo hombre que se mueve rítmicamente al son de la guitarra y del viento. Más allá, otros hombres vestidos de mujeres, con sombrillas coloridas y tacones gastados, exageran el recato femenino y levantan sonrisas. Música, mucha música y alegría, pero la alegría contenida de una señorita pudorosa rezando el rosario. Íbamos camino a Puebla, pero nos perdimos en un pueblito cuyo nombre no recuerdo, en Tlaxcala, cerca de las ruinas de Cacaxtla, en México. Terminamos en una calle de tierra repleta de tiendas, con el aroma picante del mole y del pipián, y mucha música y más cerveza. La gente nos miraba, extrañada, como si fuéramos nosotros los que interpretábamos una danza, la de los pasos perdidos. Preguntamos cómo llegar a destino, pero la pregunta no pudo ocultar el deseo de seguir ahí perdidos, metidos en la fiesta. Más gente enmascarada: ¿todos hombres? Alguien nos advirtió que no era un carnaval cualquiera, sino que la gente repetía, como cada año desde la época colonial, la legendaria tradición de dar vuelta las cosas, como una tortilla: el pobre se convierte en rico, el tímido es el más audaz, el feo, hermoso, las mujeres, hombres y los hombres, mujeres; el mezcal es la bebida de los dioses y el sol del campo abraza pero no abrasa. Antaño, los indígenas se asomaban a las ventanas de los patrones, para ver de lejos los bailes y banquetes a los que nunca serían invitados; hoy parodian al conquistador y abren los brazos, generosos, a todo aquel que llegue a su puerta. "La fiesta es un momento de evangelización", dice un cartel en la iglesia. Y no sin pesar dejamos la pachanga atrás, rumbo a Puebla, la ciudad de los ángeles, donde tal vez nos espere otra fiesta, o la misma. Vamos con la sensación de que es un tiempo para compartir y rebelarse, porque la alegría es eso: compartir con los demás y rebelarse contra el mundo, sobre todo si este es gris e injusto. M. Gabriela Mazzuchino: Estudiante y viajera apasionada, cuando el tiempo y el bolsillo lo permiten. Por ahora reside en Madrid, una ciudad entrañable que la ayuda a extrañar un poquito menos a su querida Argentina.  

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