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Mi oro es tu desdicha

Paco Gómez Nadal
Es lo malo de tener una naturaleza portentosa y ser invisible: te pueden asaltar sin que nadie se de cuenta. La angurria del oro, la fiebre del extractivismo amenaza a Surinam. Duele.
Surinam
Fotos de: Paco Gómez Nadal
Primero fueron los esclavos para arrancar de la tierra el azúcar, el café o el algodón. El momento álgido del esclavismo en Surinam fue al final del siglo XVIII donde, sin contar con os cimarrones, había en este pequeño territorio, entonces de Holanda, 75.000 africanos. Ahora los ciudadanos ‘libres’ de Surinam y los garimpeiros brasileños se dejan el aliento y la vida en las minas de oro y aluminio. Algunas legales, gigantes, peligrosas, heridas sangrantes en la selva majestuosa del país. Estas le quitan los territorios a indígenas y cimarrones y el Gobierno se hace el loco y da concesiones sin pudor y sin control. Muchas ilegales, peligrosas, ciudades clandestinas donde las chicas se prostituyen a cambio de oro y donde hasta el refresco se compra con el metal. Veo en Paramaribo, la capital, decenas de chimeneas que emergen de los lugares de compra venta de oro. Acá llegan los mineros ilegales a vender las onzas del metal que mejor puntúa en las bolsas en tiempos de crisis monetarias. Acá lo procesan ilegalmente utilizando mercurio y escupiendo una contaminación incontrolada en esta ciudad caótica y fascinante. Quiero ir más allá y convenzo a las activistas del movimiento cimarrón para que me lleven a un campamento ilegal. No es fácil. Los garimpeiros locales e importados (los brasileños hacen de ‘consultores’ de los afrodescendientes que buscan oro para huir del no-futuro) son desconfiados. “Luego contarás lo que te dé la gana y nos sacarán de aquí”, me espeta uno de los jóvenes que gasta las horas libres debajo de un frondoso árbol en el pueblo acorralado de Niew Koffekamp (una comunidad que ha quedado en medio de una concesión minera de 17.000 hectáreas). Caminamos por la ruta del viejo tren y la selva se va comiendo los rieles y nuestra huella. Hay salpicados en el camino, entre los árboles, pequeños vivacs con hombres que descansan en hamacas. El barro dificulta el caminar y la tensión se siente. “No se te ocurra utilizar la cámara porque si se enfadan no salimos vivos de aquí”, me amenaza una de mis acompañantes y, confieso, que incumplo mi palabra y tomo una foto furtiva… Sólo una cuando se abre la selva y aparece un campamento donde cientos de hombres y niños se mueven arriba y debajo de las montañas de tierra. La procesadora del oro casera contrasta con las palas mecánicas que aligeran el trabajo. Una de las cabañas es la de la tienda y las mujeres. No puedo preguntar, no puedo estar mucho tiempo. Las miradas son machetes y la realidad es demasiado cruenta para poder abstraerse. Nuestro oro, el de los anillos, collares y otras tonterías decorativas, se produce aquí, en la trastienda de la historia y de la vida. Surinam supura sufrimiento cuando el oro se arranca de las entrañas de la madre tierra. Gente sufriendo, futuro condenado y la falsa ficción del dinero: donde el salario mensual legal es de 70 euros al mes, deslumbran los 44 euros que se pagan por un gramo de oro. En la próxima les cuento cómo esta fiebre acaba con una cultura centenaria, la de los dignos cimarrones. Nos vemos. Paco Gómez Nadal/Otramérica

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